David Rojo
La tarde se había ido.
Las palabras se quedarían sin más eco.
La tarde se había ido, sí. Pero había registrado el multiplicar de aplausos. Integrantes de los influyentes sectores empresarial, político y sindical, habían acudido a ocupar las sillas.
Ahí estaban sobre él las miradas. La atención de todos.
Víctor Castro quien había sollozado fechas atrás por López Obrador –que no por el pueblo– era reverenciado.
La tarde misma con referencia bíblica.
Sí, las miradas. Los abrazos. Los aplausos.
El día nada más de uno, aún cuando la palabra se pronuncia sin rubor alguno por todos.
Menos rubor cuando se dice que es palabra del pueblo. Por el pueblo. Y todos asientan.
Ellos están en sus lugares de privilegio. El pueblo por allá lejos.
Se abrazan entre ellos.
Conocen sus rostros.
Saben quiénes son.
El reverenciado sonríe. Se le ve así firme, con todo el pecho por delante.
Cuanta obediencia entre quienes le rodean y sirven.
En realidad se trata de un momento político de esos que arrastran tantas nubes negras, pero como lo hacen bíblico entonces por ese universo de aplausos y sonrisas, con esos micrófonos de por medio, el respeto y el amor va de silla en silla, de esas sillas privilegiadas. Allá lejos está el pueblo.
La realidad política del aplauso de actores del poder económico, sindical o político, sin embargo en más de una ocasión fingido; la realidad social por siempre lacerante y que es agravio mismo para el que termina cargando esas sillas privilegiadas: el pueblo.
El reverenciado es figura única.
Es su día.
Es la voz de lo que se habría hecho por todos.
De Luna a Luna.
La fecha anual del reverenciado, tal cual los 365 días de la vuelta anual de la Tierra por Sol.
Un momento especial como cuando Quetzalcóatl va bajando por la pirámide maya de Chichen Itzá durante el equinoccio de primavera.
El paisaje es espléndido. Por la tarde el sol, Kukulcán. El reverenciado y las sillas privilegiadas con quienes las ocupan; las sillas privilegiadas cargadas por el pueblo, el cargador, no el beneficiado.
El aplauso y la obediencia han dejado atrás lo político. Si fuera un evento político cabría discernir al dicho, al momento del dicho.
La tarde no obstante empieza a irse.
A Quetzalcóatl se le van haciendo menos los escalones de la pirámide norte.
Las palabras poco a poco van perdiendo el eco.
Desde los micrófonos se expande el sonido, las palabras llegan a unos y otros oídos. Pero, sólo eso. No es huella el andar.
La palabra no deja huella, aun cuando apriete al aplauso.
Víctor Castro está a la mitad del recorrido.
Tendrá más aplausos.
Las palabras que aplaudieron los de las sillas privilegiadas, no llegaron al pueblo.
Víctor Castro tiene su núcleo de reverencia.
Tuvo la tarde. Tiene todavía tiempo político para dar otras tres vueltas al Sol.
A esa tarde de reverencias todas había llegado con la palabra del III Informe de Gobierno.
Con el nuevo día, el que no ocupara las sillas privilegiadas, pero que sí las carga, el pueblo, en lugares como Los Cabos seguiría con su lacerante realidad, no con la palabra de Quetzalcóatl bajando por la escalera norte de la pirámide.
Para Quetzalcóatl tiempos de equinoccio de primavera, en contraste el pueblo no tiene primavera.
No florecen flores en lo lacerante, sí la impunidad como con las unidades habitacionales en medio de los arroyos aún sin justicia.
La palabra del poder político que tiene aplauso, la realidad del desvalido dejada en silencio y al que sólo le queda lo lacerante.