David Rojo
Finalmente, Niparajá lloró ya encuentra en diseño editorial en manos del periodista David Rojo Pacheco, lo que se espera contribuya a fortalecer el sentido de pertenencia en esta región sudcaliforniana.
Se trata de una gran historia de los guerreros del tiempo, los pericúes; de discrepancia sobre lo que dijeron misioneros –como Clavijero y Sales– en el siglo XVIII sobre la península y sus nativos; de la brutal consideración al por qué de la extinción pericú en el seno del Consejo de las Indias; de investigaciones internacionales y nacionales sobre los pericúes y sus cráneos largos; de importantísimos trabajos de los ahora –y otros– investigadores sudcalifornianos al amparo de diversas y acreditadas instituciones; de la primera fallida conquista por el oro en 1535.
En pleno Siglo de las Luces oscurecía una vida milenaria.
Al regreso –después de unas semanas de ausencia– compartimos líneas de entrada de Niparajá lloró, el sexto libro de este periodista David Rojo:
Niparajá debió de haber estado triste; había creado el cielo, la tierra y el mar. Pero, la vida misma que había creado y que había visto y disfrutado del cielo, la tierra y el mar, estaba por eclipsar.
El sol estaba por dejar de alumbrar vida milenaria.
El dolor de Niparajá debió de haber sido tan grande que su esposa Anajicojondi debió de haberle compartido por igual su tristeza. Niparajá había librado la gran batalla de los cielos y vencido a Tuparán, a quien enviara prisionero a una cueva vigilado por ballenas.
Él, el gran vencedor de Tuparán y de la gran batalla celestial, sin embargo había perdido la batalla por sus hijos en la tierra. Con todo su poder le era imposible evitar las lágrimas del momento.
Niparajá ya había perdido a Cuajaip, uno de sus tres hijos hecho hombre y engendrado por Anajicojondi en los montes de Acaragui.
Al hijo deidad hombre, en su paso terrenal lo habían matado con una rueda de espinas.
Así se contaba, al final de la tierra, en medio de dos mares.
Cada ciclón de la época debió de haber sido impresionante llanto; rugido violento e interminable, estrellándose en los mismos montes de Acaragui. Y el mar mismo descargando sentimientos lastimados por los hijos de Niparajá con enormes y violentas olas estrellándose contra las playas; la naturaleza rugía, lastimaba la vida que se hacía menos.
Iban y venían las tormentas y vientos veraniegos para dar más vida con el agua. Pero, la vida que se había extendido entre los milenios ya no era para seguir entre los diversos caminos que los había al final de la tierra, ahí en medio de esos dos grandes mares. El sol se le oscurecía a una vida milenaria.
La vida, aquí, entre dos mares, había logrado dejar atrás glaciares. La vida que venía del Norte y que al lograr ir más lejos que la misma nieve saludaba con alegría Cuajaip. Al final de la tierra tendrían su gran sol, un poco más allá de esa línea imaginaria hoy llamada Trópico de Cáncer.
Hay quien afirma incluso que la vida se había hecho presente milenios antes, costeando o viniendo desde el Pacífico.
En su andar la huella que dejaban era de exitosos guerreros del tiempo.
Habían vencido a un milenio, luego otro y otro y otros más sin cambiar su forma de vida.
–¿Cuántos bailes por la vida? Ellos desde El Médano, Niparajá desde el cielo. Así, al final de la tierra. En medio de dos mares.
Pero, hay oscuridades que llegan.
Hay luces que se pierden.
Los días que comienzan a doler.
Dolor y más dolor.
Oscuridad y más oscuridad.
El tiempo sería herido. Aquí mismo la herida al final de la tierra en donde las centurias pasaban y pasaban con el paraíso intacto. Los últimos días de una vida milenaria en la contradicción misma de obscurecerse casi al final del bautizado Siglo de las Luces
Dolían los días.
Dolía la partida de esa vida. Hacía milenios que habían dejado atrás a los glaciares, sin embargo tocaba turno ahora a esa vida milenaria.
Niparajá dispuso entonces que Venus se acercara al padre Sol para que le informara que sus hijos, los pericúes, se extinguían
El dolor alcanzó al Sol. Y luego también a la madre Luna. Vinieron entonces eclipses solares y lunares en la despedida a quienes habían sido vencedores de los milenios.
Los guerreros del tiempo llegaban a su fin.
Para atestiguar el paso de Venus ante el Sol –por el mensaje que llevaba– no habría lugar más transparente en el planeta que en la parte más austral de la península, la tierra misma de Cuajaip, el hijo de Niparajá hecho hombre tiempo antes.
El adiós celestial a la vida que se iba.
Era el tiempo terrenal del 3 de junio de 1769.
El cielo se veía limpio, transparente. Las estrellas todas a un lado del paso de Venus. La tierra había brindado un lugar especial para divisar. A esta región en medio de dos mares llegaría el equipo francés liderado por Chappe para el registro astronómico y medir la distancia de la tierra al sol, pero moriría por los propios males locales San José del Cabo el uno de agosto en ese año terrenal de 1769.
Los hijos de Niparajá ya no verían más al sol en el amanecer ni tampoco al atardecer en el mismo día sobre el mar. Espectáculo milenario.
En ese todo año terrenal de 1769 había tristeza celestial.
Después del paso de Venus, al día siguiente, el 4 de junio, el padre Sol extendería su tristeza con un eclipse solar.
La luna tampoco pudo evitar la tristeza. Luego de 15 días del eclipse solar, el 19 de junio del tiempo terrenal, se expresaría con un eclipse lunar y volvería a dar cuenta de los sentimientos tristes en ese año con otro eclipse lunar el 12 de diciembre.
En 1768, un año antes del paso de Venus por el Sol, se había advertido en un censo misional franciscano que sólo quedaban 13 familias de aquellos exitosos guerreros del tiempo, los pericúes…